En la empinada y misteriosa calle Sagárnaga de la ciudad de La Paz, la vida y la muerte se disputan los clientes a plena luz del día.
En los negocios de la primera trabajan las brujas, señoras que venden amuletos, fetos de llamas, cactus alucinógenos y hechizos para que las cosas en los negocios, en la salud y en el amor vayan bien; la muerte en cambio, solo precisa exponer unas bicicletas montañeras, algunas fotos y la promesa de desafiar una de las rutas más peligrosas del mundo para atrapar a sus “pavos”. Ahí fui a husmear.
El antiguo camino que aún conecta la sede de gobierno con los paradisiacos yungas paceños, conocido como la Carretera de la Muerte, debido a sus pendientes pronunciadas, a su anchura de un solo carril y a las miles de víctimas que se ha cobrado desde que fue construido por los prisioneros paraguayos de la Guerra del Chaco, es ahora uno de los atractivos turísticos más temerarios de nuestro país.
Cada mañana, centenares de osados ciclistas se anotan en las oficinas de las operadoras de turismo de la Sagárnaga para recorrer la Carretera de la Muerte a punta de pedales, coraje y concentración. Allí reciben un buzo rompevientos, un chaleco identificatorio, un casco, guantes y, en algunos casos coderas, y rodilleras como implementos de seguridad. También firman un documento mediante el cual eximen a la empresa de toda responsabilidad ante cualquier accidente y pagan entre 50 a 100 dólares por el recorrido que van a realizar. Ahí fui a anotarme.
La travesía comienza en la ciudad de La Paz, a 3600 msnm, desde donde los grupos de aventureros salen en minibuses cargados de bicicletas para dirigirse hasta La Cumbre, a 4650 msnm, donde se inicia el descenso, hasta llegar a Yolosita, la meta ubicada a 1.200 msnm, unos 60 kilómetros más adelante.
El primer tramo, de unos 30 kilómetros aproximadamente, es sobre asfalto. Va desde La Cumbre hasta la localidad de Chuspipata. Se trata de la primera prueba de resistencia pues por más abrigado que uno va, el frío de la zona cala a través de la ropa y los guantes. El recorrido se lo hace prácticamente sin necesidad de pedalear, es como si la misma muerte estuviera empujando la bici o jalándola de los manubrios.
Superada la primera etapa, no hay vuelta atrás. Luego viene el periplo por tierra, grava para ser más exacto, por donde hay que buscar alguna trilla o la parte más lisa del camino a fin de evitar dolorosas caídas inaugurales. Además, en la zona son habituales la lluvia y la niebla, que disminuyen notablemente la visibilidad; el piso embarrado y las piedras sueltas que caen desde las montañas aumentan ostensiblemente el grado de dificultad. Ahí pensé: “¿Y si me regreso no más? Total, nadie me conoce.”
Antes de lanzarnos a la aventura, los guías de las operadoras de turismo toman los recaudos necesarios para que la mortal ciclovía no haga honor a su nombre ese día: se debe pedalear sólo por la izquierda, o sea por el borde del abismo (pese a que los barrancos tienen tranquilamente hasta 800 metros de profundidad), debido a que todavía circulan vehículos grandes por esta ruta y solo así se los puede ver oportunamente y darles espacio para que puedan pasar; el grupo debe ir además en formación de columna, es decir uno detrás de otro y prudentemente distanciados; no se debe cargar mochilas, no está permitido el uso de celulares ni cámaras filmadoras o fotográficas, no se debe conversar con el compañero mientras se maneja, tampoco escuchar música y es necesario dejar en el vehículo de respaldo cualquier otro dispositivo electrónico que pueda resultar distractivo, letal.
La Carretera de la Muerte es hermosa. El paisaje es indescriptible, las montañas aparecen a los lados y también abajo (esta debe ser la sensación más parecida a volar), la temperatura comienza a ascender mientras los grupos de ciclistas descienden, la flora comienza a despedir aromas envolventes y cientos de mariposas de múltiples colores constituyen las primeras trampas de la engañosa vía. Los ciclistas no pueden distraerse con ninguna de estas visiones, sus ojos deben permanecer sobre el angosto trayecto para evitar cualquier desgracia. Para las fotos ya habrá tiempo.
Tras los primeros metros de recorrido aparecen las curvas y los precipicios, verdaderos acantilados en los que se han embarrancado miles de almas en camiones, buses, cisternas, minivans, automóviles y, por supuesto, en bicicletas. De tales decesos dan cuenta decenas de cruces en la ruta y también varios memoriales que ahora sirven de punto de descanso y para que nadie olvide qué tipo de suelo está pisando. Para que no quede un resquicio de duda sobre lo riesgoso de esta aventura, pude ser testigo de un operativo de salvataje de otro grupo que había perdido algunos minutos antes a uno de sus integrantes.
El camino es tan empinado, que hasta el ciclista más experimentado avanza con la bici frenada. No hacerlo implica un gran riesgo, los registros policiales dicen que en 2012 murieron más de mil personas y resultaron heridas aproximadamente cinco mil en el intento de llegar por esa ruta a los territorios de las frutas, del café, de la coca, del calor y del oxígeno en abundancia.
No es, sin embargo, ninguno de estos premios el que estimula a los intrépidos pedalistas, pues para ir a Los Yungas ya existe otra carretera más amplia, asfaltada y definitivamente más segura. Recorrer la antigua vía parece tener más que ver con el culto a Thanatos, con el instinto destructivo que cada uno lleva en sus entrañas o con la urgencia de segregar adrenalina a montones.
Cuando las curvas dejan de ser tan cerradas y el peligro de los barrancos parece haber sido superado, la muerte hace una nueva movida en su carretera: la amplía, la pone más anchita y entonces los ciclistas se entusiasman, sueltan los frenos y se lanzan veloces a conquistar el último tramo, mientras la silueta de Coroico aparece en el horizonte. Ahí me confié yo también.
El espejismo es, sin embargo, solo eso. Coroico aún está lejos, queda todavía un largo tramo para serpentear, superar piedras, remontar huellas, superar cruces y memoriales, mientras los demonios y las ánimas aguardan con más expectativa algún desenlace fatal.
Cinco horas después, si es que no se ha presentado ningún percance, un tramo de vía asfaltada corta abruptamente la Carretera de la Muerte. Es Yolosita, el punto de llegada, donde los ciclistas, de acuerdo a la agencia, son premiados con comida, piscina y una cerveza fría. El motivo para la celebración y el regocijo, no es poca cosa: se ha superado una de las carreteras más peligrosa del mundo, Thanatos ha sido vencido.
Yo no pude disfrutar nada de eso. Antes de llegar a Yolosita y con la bici acelerada al ver próxima la meta, me percaté tardíamente de una última curva cerrada, pero ya sin tiempo para frenar. Una reacción instintiva me hizo saltar al lado derecho, sabiendo que la factura de estrellarme contra una pared de roca iba a ser considerablemente menor a la de desbarrancarme. Y así fue.
Luego de tratar de acomodar manualmente mi clavícula derecha e improvisar un cabestrillo para inmovilizar mi brazo, los guías me embarcaron en el minibús de otra agencia operadora que ya volvía con sus turistas. ¿Médicos u hospitales?, no hay nada de eso en todo el trayecto. Mientras ascendíamos, pensaba en la suerte de aquel otro ciclista que horas antes no pudo optar como lo hice yo. No podía, sin embargo, dimensionar en ese momento a cabalidad la enorme y generosa oportunidad que tuve de volver con los míos. Eso sí, al regresar a la calle Sagárnaga pude ver a la vida y a la muerte jugando aún su eterna mano de cacho, mientras que otros turistas reservaban boletos para la apuesta del siguiente día. Ahí me sentí profundamente agradecido.
0 comentarios