En 1986, cuando una poderosa crisis de asma me llevó a vivir a la ciudad de La Paz, una profesora de Música repartió entre mis compañeros los nombres de connotados compositores bolivianos para hacer un trabajo de investigación. A mí me tocó el de un tal Humberto Iporre Salinas. Ya venía mal en Religión y en Matemáticas, y ahora esto. ¿Quién era ese señor?
Con 14 años encima, no tenía ni la más remota idea de que aquel ilustre músico potosino era uno de los autores más prolíficos del acervo musical boliviano; no sabía que se trataba del creador de «Potosino soy», aquel huayño que es el segundo himno de la Villa Imperial y que acaba de cumplir 80 años de su gestación; ignoraba que aquel educador fue maestro de otros grandes músicos, como los integrantes de Savia Andina. No sabía nada; menos que había fallecido un año antes, por problemas del corazón.
No había Internet, Google o algo que se les parezca; tampoco estaba familiarizado con las bibliotecas paceñas, así que le pedí a la profesora que me dé una figurita más fácil de conseguir, aunque no recuerdo ahora los argumentos que esgrimí. Por increíble que parezca, ella aceptó y me pidió con gentil complicidad que mi trabajo práctico sea sobre Gladys Moreno, por ser de Santa Cruz, como yo.
Pensé que escribir sobre la embajadora de la canción sería más fácil. A ella sí la había escuchado, papá tenía sus discos en casa e imaginé que me bastaría con un par de llamadas para completar la misión asignada. Me confié demasiado, me pasó lo de la liebre de la fábula. La profesora leyó mi improvisada tarea y se dio cuenta que no había hecho mi mejor esfuerzo. Recibí una nota mínima.
La vida, inequívocamente misteriosa, sorprendente, me trajo esta semana a la casa del maestro Iporre Salinas, a los pies del Cerro Rico, donde fui recibido por la Sra. Lourdes, su hija, y por Sandra y Eduardo, sus nietos, todos ellos maravillosos seres humanos; me he sentado en su piano y mientras escuchaba su música en vinilos, conocí su apasionante historia.
Supe que recibió sus primeras lecciones de manos de su propio padre, músico como él y, luego, de los maestros de algunas capillas potosinas de quienes hasta aprendió algo de latín; me contaron que muy jovencito fue a la Guerra del Chaco (lo imaginé en alguna línea de fuego, junto a mi abuelo, Pancho), contienda de la que regresó con el pecho inflamado de nacionalismo, como ocurrió con los demás jóvenes de su generación, pero que él tradujo en diferentes formas musicales, entre ellas un tango dedicado a Potosí: “Cuando yo vuelva a ver tu cerro/mi pecho se inflamará de amor/ y con dulces alegrías/te cantaré mis melodías/ a ti, ¡oh! Villa Imperial”.
Recorrí su casa de la calle Nogales 653, hoy convertida en museo, donde sus descendientes conservan con mucho amor sus objetos personales, las partituras de su gigantesca obra musical, las fotografías y premios de su trayectoria artística, la correspondencia que mantuvo con otros músicos de su misma estatura y compromiso; el legado, en suma, de un boliviano fascinante, generoso, monumental.
En 1985, el gobierno del presidente Víctor Paz Estenssoro le confirió la máxima distinción del país, el Cóndor de los Andes. Lamentablemente, el telegrama con aquella feliz noticia llegó tarde. Don Humberto falleció sin disfrutar de aquellos merecidos honores, su familia recibió de manera póstuma aquel reconocimiento.
De todas sus composiciones, hay una que siempre me hizo erizar la piel por su letra justiciera: la cueca «Tu orgullo» (aunque admito, con vergüenza, que no sabía que también era creación de don Humberto). Desde ahora la cantaré con más fuerza.
No pudo terminar de mejor manera mi última expedición potosina. Regreso pleno a la ciudad de los anillos, a preparar el viaje de mi siguiente destino: La Paz. Iré a dar un taller de redacción para no redactores y aprovecharé el tiro para ir a buscar a mi profesora buena y decirle que ya terminé mi tarea y que me disculpe por presentársela 32 años después.
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