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PLAZAS

Escrito por: Alfredo Rodriguez

Escritor y Periodista

Publicado el: 15 Sep, 2020

Soy un habitante de las plazas. Las recorro por todo el país mientras recojo insumos para mis crónicas, promociono mis libros y trato de entusiasmar a los bolivianos por la lectura. En las plazas también leo la realidad de Bolivia. Lo hago a través de la gente con la que me encuentro circunstancialmente, otros ambulantes como yo, clientes, viajeros del tiempo, trotamundos, ancianos, juventud, creyentes e incrédulos, cada uno con su historia a cuestas, cada uno con sus sueños y sus fuerzas, cada uno con sus voces y sus silencios.

Cada vez somos más los vendedores, cada vez se pone más cuesta arriba el asunto, los vigilantes del espacio público no nos dejan. Su trabajo colisiona con el nuestro. Todos necesitamos laburar. Vender es cada vez más desafiante, también han comenzado a escasear los compradores. La gente viene, expresa interés y luego se excusa con el versito al que ya estamos acostumbrados —“¿hasta qué hora va a estar?”—. Sabemos el desenlace, pero nunca dejamos de esperar.

En determinado momento, comenzamos a negociar entre nosotros. Recuerdo a la vendedora de documentales piratas que en el “bule” potosino me pidió que la espere a que venda algunos de sus discos para comprarme un cuento. No aguardó mucho, hicimos un trueque, nos abrazamos y nos fuimos victoriosos para nunca más volver a encontrarnos.

Como soy un autor independiente, puedo prestarme al juego del regateo sin ningún problema o complejo. Cómo olvidar, por ejemplo, a aquel joven mototaxista de Trinidad que se bajó y me preguntó si podía pagarme la mitad de un libro en efectivo y el saldo con una enorme tablilla de leche. Cerramos el trato y disfrute de esa golosina beniana por muchas semanas. Era de leche, pero me supo a gloria.

A veces no son los gendarmes, a veces es la policía con la que hay que lidiar, como me ocurrió en la plaza Murillo de La Paz. Allí nadie se puede manifestar en contra del oficialismo, o de lo contrario es expulsado de la manera más humillante por quienes dicen estar al servicio “del bien de todos”. Este año logré asomar en esa plaza histórica para anunciar el principio del fin, conseguí una linda cobertura de prensa y salí ileso de ahí. Celebré mi pequeña victoria con una cervecita.

Donde no tuve suerte fue en Sucre, de cuya plaza, también tomada por el masismo, sí fui expulsado por funcionarios municipales. No me importó, guardo mejores recuerdos de la capital de la República (porque eso volverá a ser nuestro país), como aquella vez que pasé una tarde completa en el parque Bolívar, entrevistando a una Miss Bolivia, tal vez la más hermosa de todas; o cuando me tomé un mojito tras haber visto Bohemian Raphsody; o del más reciente taller de redacción en el que conocí a gente maravillosa. ¡Se los quiere montones!

Son muchos y muy hermosos los recuerdos que recogí también en las plazas de Tarija, de Cochabamba, de Oruro y de las decenas de capitales de provincias donde detuve mi marcha, donde pausé mi búsqueda, adonde me llevó mi viaje bidimensional, el geográfico y el interior.

También cargo en mi mochila memorias no tan gratas, como las que me traje de la plaza de Cobija donde percibí una indescriptible sensación de temor. Fue poco después de la masacre de Porvenir. Todos sabían el montaje que allí se armó para frenar al movimiento autonomista impulsado por el oriente boliviano, destino inequívoco al que tarde o temprano debemos llegar. Todos lo sabían, pero nadie quería hablar. Tuve que cruzar al frente, a territorio brasileño para escuchar la verdad de quienes allá estaban asilados. El medio en el que trabajaba no quiso publicar mi investigación. El silencio resultó contagioso.

Y claro, está la plaza de Santa Cruz, la de mi casa, de donde no hace mucho, la policía expulsó a los propios cruceños. Afrenta que jamás debemos olvidar.

Cuando las cosas están tranquilas, suelo encontrarme ahí con otros artistas de las más diversas ramas: están los que intentan vender su música, los que hacen retratos en 15 minutos, los que ofrecen espectáculos de títeres, los artesanos de hilos y alambres, los que hacen teatro callejero, y todos los que llegan a ofrecer el fruto de sus desvelos y de sus talentos. De tanto encontrarnos en las plazas, nos hemos hecho amigos, nos hemos constituido en una enorme familia, nos cuidamos de los gendarmes, de gente abusiva que intenta tumbarnos con billetes falsos, de los zombis que a veces llegan a la plaza extraviados en alcohol y drogas; nos extrañamos cuando alguno se enferma o cuando dejamos de ir para siempre, como sucedió este año con Eli Molina, esa artesana que vendía delicadas tarjetas pintadas a mano con detalles de pluma, amiga de todos. Eli, tu sitio, tu mesa, tus compradores, tus amigos… ¡te extrañamos!

La 24 de Septiembre se ha convertido en una plaza de toros. A ella también entra un ejército de migrantes con sus canastos, con sus globos de helio, con sus termos de café caliente, heladeros, todos buscando lidiar contra el hambre, contra la yesquera. Vienen de todas partes del país; en sus lugares de origen les propusieron venir a Santa Cruz como si fuera el paraíso prometido, pero acá encuentran el infierno. Les mintieron los fariseos de los lotes y de las urbanizaciones. Y siguen viniendo.

Escenario de huelgas infructuosas, de marchas y manifestaciones que nadie escucha, punto de encuentro y de llegada, de sesudas partidas de ajedrez, de tertulias interminables, atalaya de devotos y de sectas que a veces llegan con sus cuentos de salvación a tumbar incautos y a llenarse los bolsillos con diezmos labrados a punta de engaños, la plaza principal de Santa Cruz de la Sierra también es espacio propicio para la mofa. ¿O qué otra cosa se puede pensar después de que nuestras infames autoridades sembraron en dos de sus esquinas esas horribles chatarras como supuestos arreglos navideños? ¡Vergüenza total!

Este año volveré a las plazas, con mi silla, mi mesita y mis libros. Iré con la esperanza de que vuelva a ocurrir la fiesta que tuvo lugar en todas las plazas del país entre 1993 y 1994, cuando los bolivianos tomamos aquellos espacios públicos para gritar nuestro orgullo y nuestro patriotismo, exacerbados por una pelota y nuestra selección nacional de fútbol.

En 2019 no hay eliminatorias ni mundial, pero saldremos a celebrar el fin de la dictadura y a comenzar desde todas las plazas la reconstrucción del país. Solo es cuestión de tiempo.

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