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VOLUNTARIO POR UN DÍA

Escrito por: Alfredo Rodriguez

Escritor y Periodista

Publicado el: 15 Sep, 2020

No soy de despertar temprano. Me desvelo para escribir y me levanto sin peso de conciencia a la hora que la ciudad de los anillos ya ruge en su caos. El martes pasado hice, sin embargo, una excepción para recibir una tremenda inyección.

Fui invitado por las Damas Voluntarias de Santa Cruz, DAVOSAN, a ser parte del programa VOLUNTARIO POR UN DÍA, en mi calidad de escritor. Yo había escuchado hablar de ellas, las vi con sus latas en muchos acontecimientos para pedir solidaridad, las recordé por sus famosas telemaratones en las que convocan a medio mundo para contribuir con su causa, las podía identificar fácilmente por sus batas rosadas. Sin embargo, no imaginaba ni en sueños lo que en verdad hacían.

A las cinco de la mañana ya estaba bajo la ducha, a las seis hacía mi ingreso a sus oficinas de la calle Santa Bárbara 430. La impresión de entrada ya fue impactante. Una larga fila de personas aguardaba a ser atendida en la farmacia, donde una sola mujer no se daba abasto para recibir sus recetas y despacharlas con sus bolsas de medicamentos. Era doña Dora Luz de Dávila, un ser humano que hace honor a su segundo nombre pues a sus 84 años, es la luz de esperanza de miles de familias de escasos recursos que caen en desgracia cuando la salud les juega alguna mala pasada.

— ¡Pase, bienvenido!, ¡ahí tiene un mandil!”—, me dijo. Nada de protocolos, la fila se hacía cada vez más grande. Entre los estantes y mesas descubrí a Eduardo Miranda, su asistente, un joven que se gana la vida afuera como sereno, pero que a las seis de la mañana se convierte en aprendiz de farmacéutico. Junto a él, comienzo a buscar las medicinas que la gente fue a solicitar con suma urgencia.

Los familiares piden de todo. Las recetas son para aliviar el dolor de quemados, de quienes han sufrido accidentes cerebrovasculares, trasplantados y de pacientes que enfrentan todas las enfermedades que uno pueda encontrar en un diccionario. Nadie se va con las manos vacías, nadie recibe un portazo en la cara, nadie se va sin una voz de aliento o un abrazo de esa mujer a la que ellos llaman “doctorita”.

Estoy concentrado en el trato humanitario que doña Dora Luz les dispensa, cuando ocurre algo que nunca había visto: en la fila aparecen personas que devuelven medicamentos. Son familiares de pacientes que ya han muerto, pero que no llegaron a ocupar todos los remedios que recibieron. En lugar de venderlos afuera, regresan a DAVOSAN para entregarlos, seguros de que le serán útiles a alguien más. Nunca imaginé que vería de frente la cara de la responsabilidad a las seis y media de la mañana.

Enseguida aparece otra persona que me deja aún más desconcertado. Es alguien que le entrega a la “doctorita” un billete de Bs 100. No me permito ninguna especulación, así que le pregunto a doña Dora Luz ¿por qué? Ella me aclara la figura. Resulta que ese señor no encontró el remedio que buscaba, pero para que no se vaya sin nada, las damas de rosado le prestaron platita para que compre la medicina en algún otro lado. Él pudo haberse hecho el opa y no regresar, pero su grado de conciencia es tal que ahí está, pagando lo que le habían dado. Quedé atónito.

De pronto una orden me sacó de mi asombro. — ¡Alfredo!, busque, por favor, el nombre de esta señora en esas listas. En la C de Céspedes, en la caja de los pacientes trasplantados—, me dijo la benefactora. Bajé la mirada para dar con varias cajas de kárdex. Eran las fichas de miles de personas que van a DAVOSAN con cierta regularidad en busca de productos que deben consumir de por vida. Allí se los dan a un precio ínfimo, pero están anotados porque son tantos y a la hora de reponer aquellas drogas hay que demostrar que fueron entregadas a quienes realmente las precisan. Doña Dora Luz no necesita, sin embargo, revisar mucho aquellos registros, con su prodigiosa memoria es capaz de recordar a cada uno de esos enfermos, sus casos y sus tratamientos; pero también puede reconocer a quien intente engañarla con recetas falsas para revender aquellos productos en el mercado negro.

Si las personas de esas listas no contarán con esa cobertura, ya hubieran fallecido. Es una nómina de vida que me lleva a pensar en la lista de Schindler. Spielberg bien podría instalar sus luces y cámaras en DAVOSAN.

A las siete, la farmacia comienza a poblarse con otras damas de rosado. Las demás voluntarias se hacen presentes, mujeres mayores, enormes, ángeles terrenales que se reparten las tareas, “hormiguitas” les dicen, junto a jóvenes estudiantes de bioquímica y farmacia, además de otros profesionales. La dinámica es tal que decido hacerme a un ladito para no estorbar. A las ocho de la mañana llegan las personas que trabajan en DAVOSAN. Resulta que la farmacia es solo un apéndice de aquel complejo de amor y solidaridad.

DAVOSAN cuenta con una Unidad de Diagnóstico Médico calificada con la ISO 9001 y equipada con infraestructura y tecnología de última generación que permite ofrecer pruebas analíticas en corto tiempo y con óptima precisión, además de servicios especializados en todos los campos de apoyo al diagnóstico clínico. Dentro de esta unidad se encuentra el Centro de Hemodiálisis mejor equipado del país. Ese sería el escenario para la última actividad de este improvisado voluntario.

A las ocho y media, en pleno ajetreo, mi anfitriona se toma un paréntesis muy breve, para un cafecito revitalizador. Me invita, de la nada aparece una arepa que compartimos mientras yo elijo alguna de las 743 interrogantes que quería hacerle. No había tiempo para profundizar más.

— ¿Cómo hace para no romperse cuando no consigue ayudar a la gente?, — le pregunto con conocimiento de causa pues hace muchos años, cuando aún trabajaba como presentador de televisión y los medios de comunicación tenían espacio de servicio social, un jefe me pidió que atienda a la gente que llegaba en busca de ayuda, tarea que cumplí con mucho agrado hasta el día que apareció en el set una madre con un niño muerto en sus brazos, en busca de un cajón. Pese a nuestra insistencia, no logramos conseguir el ataúd en el momento. La señora se quedó a dormir con el cadáver en el canal hasta que llegara lo que necesitaba. Yo enloquecí de impotencia.

La respuesta de la voluntaria mayor llegó con lágrimas: —Dios es mi inspiración, mi ejemplo. Cuando yo veo esta fila, a toda esta gente, siento que tenemos la obligación de ayudarles, de salvar sus vidas, de devolverles la fe y de tratarlos con la dignidad que merecen. Aquí atendemos a 130 personas a diario, los días viernes vienen cerca de 400 a pedir ayuda. La cifra se multiplica si tomamos en cuenta las farmacias que tenemos en cuatro hospitales más. ¿Cómo lo hacemos? ¡Esto es un milagro de vida! Dios está acá presente—.

Confieso que no conocía el dato. Además de la farmacia que funciona en la calle Santa Bárbara 430, hay otras similares en los hospitales San Juan de Dios, de Niños, Oncológico y en la Maternidad Percy Boland. De hecho, la entrega de remedios para enfermos de escasos recursos es la labor más extendida dentro de la ayuda que ofrece DAVOSAN. A las nueve de la mañana dejé mi trabajo de clasificador de medicamentos por unos instantes y me escapé un ratito a ver las farmacias más cercanas. En ellas también ocurría el milagro de la ofrenda de manera simultánea.

Regresé a las diez. A esa hora ya había sido inyectado con la energía de aquellas valientes mujeres, pero todavía no había hecho mi parte. Yo me comprometí a leer algunos cuentos en el servicio de hemodiálisis al que concurren aproximadamente 80 personas, tres veces por semana, durante cuatro horas cada una, tratamiento que transcurre de manera lenta y dolorosa. La idea era darles un poco de entretenimiento mientras unas máquinas filtran su sangre, como no lo pueden hacer ya sus riñones. El reto era mayúsculo así que lo hicimos con el apoyo de nuestra querida Sociedad Cruceña de Escritores Germán Coímbra Sanz.

Antes de nuestro show, pude ser testigo de otro acto prodigioso. Había llegado el turno de una señora con fisonomía indígena y notables signos de cansancio, tenía una receta en la mano y con la otra hacía señas mientras explicaba su caso en quechua. La Sra. Dora Luz la escuchó atenta y finalmente le respondió en su idioma. ¡Me sentí chiquitingo!

A las once, las escritoras Bárbara Antelo, Biyú Suárez y este servidor dimos rienda suelta a la poesía y a los cuentos, en el mismo escenario improvisado donde grandes músicos habían ofrendado anteriormente su talento. Confieso que el reto fue enorme y la experiencia muy dura, pero lo hicimos de corazón.

Pasado el mediodía, las Damas Voluntarias de Santa Cruz hicieron una pausa, cerraron sus farmacias para regresar al día siguiente. No dejarían, sin embargo, de trabajar. Por la tarde irían a tocar más puertas en busca de más ayuda, más donaciones, más gente egoente como ellas.

Yo también volví a mi hogar con más preguntas que las que tenía por la mañana. ¿Cómo es posible que los bolivianos hayamos soportado un sistema de salud tan precario?, ¿cuántas dosis de albumina humana podría comprar con la cuota de un comparsero o con el sueldo de un grupo de futbolistas bolivianos que cobran como europeos sin merecerlo?, ¿cuántas máquinas dializadoras podría comprar con la plata gastada en un museo al que no va nadie o con lo que el régimen invierte en publicidad y propaganda?, ¿cuántas farmacias podría equipar con toda la plata y las mansiones incautadas al narcotráfico?, ¿qué va a pasar cuando “la doctorita” o “las hormiguitas” cuelguen sus mandiles? Desde el pasado martes, esas y otras interrogantes me quitan el sueño.

Es en vano especular. Podría aumentar demagógicamente la lista de fuentes de financiamiento para comprar más remedios y ayudar a más gente, pero en el fondo creo que la salud de los bolivianos no puede depender del voluntariado, no podemos dejarles a estas mujeres semejante tarea, doña Dora Luz y sus amigas deberían estar en una playa de Cancún, celebrando la vida con sus margaritas o unas piñas coladas; lo que precisamos es un sistema de salud de verdad, digno, oportuno, para el cual ya aportamos.

Es difícil que lo puedan entender así nuestras actuales autoridades porque cuando se resfrían o les sale un uñero, ellas vuelan al Caribe para hacerse atender con plata que también les damos. Así, simplemente, no podemos seguir.

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